viernes, 22 de mayo de 2009

Domazlice y Klatovy

Amanece y decidimos tomarnos la mañana de reposo, para aligerar el peso de tantos kilómetros acumulados sin apenas salir del coche, ya por la tarde, iniciamos una pequeña excursión para visitar dos poblaciones relativamente próximas. Nuestra primera parada es Domazlice (de nuevo pido disculpas por la incorrecta escritura, sin el triangulito invertido sobre la "z" y, ya sé que así no se lee igual en el idioma de origen). Es una pequeña ciudad, de unos 12.000 habitantes, con un interesante casco histórico de origen medieval, cuando fue lugar de asentamiento del grupo eslavo de los Chod, encargados de proteger y vigilar los bosque de esta región por los reyes.
La plaza central, como en gran parte de las antiguas ciudades del imperio austrohúngaro, es la calle principal que se ensancha para acoger al lugar de mercado, también, como es habitual, sorprende la calidad de las fachadas y la armónica convivencia de estilos dentro de una regulada unicidad de cornisa.

Coincidimos en nuestro paseo con la preparación de un concierto callejero en la propia plaza y hacemos tiempo hasta que empiece, gente mayor se acomoda en los bancos frente al escenario para escuchar polkas, valses y toda esa música festiva propia de la Europa Central, hemos entrado en ambiente. Los pasos porticados de las edificaciones que dan a la plaza invitan a recogerse en ellos del calor, en los bajos, la vida comercial un poco incipiente y, a veces, casi de supervivencia de estos héroes que se han lanzado a la economía de mercado como medio de vida en países que llevaban media historia negándola. Comprobamos que incluso han llegado ya los chinos y causan estragos entre los arriesgados moradores locales que se dedican al negocio.

Ligeramente inclinada, la torre blanca de la iglesia de la Natividad se alza en un extremo de la nave del templo, que se macla con las propias fachadas de ese lado de la plaza, los restos del antiguo castillo están ocupados ahora por un museo dedicado a la historia de la ciudad.

Paseamos por la zona histórica con tranquilidad y seguimos escuchando de fondo esas canciones alegres, tan adecuadas para disfrutar con una jarra de cerveza, acompañadas del sonido de las palmas. Una lástima que, casi siempre, estos espacios públicos funcionen a la vez como lugar de estacionamiento de vehículos, las filas de coches les restan espectacularidad. Algún día, el progreso traerá también hasta aquí un aparcamiento subterráneo y devolverá el adoquinado a los viandantes.




Klatovy es una ciudad algo mayor que la anterior, con poco más de 20.000 habitantes, donde la forma redondeada que definía el perímetro amurallado levantado a partir del siglo XIII, se encuentra ahora rodeado por esos característicos nuevos crecimientos de bloques colectivos y viviendas aisladas. La trama de la ciudad histórica, dentro de ese recinto redondeado que describe la huella de una muralla de la que se conservan algunos tramos en medio de las zonas verdes que la rodean es, sin embargo, sumamente regular, con manzanas rectangulares de diferentes dimensiones, una traza planificada presidida por un gran vacío central, una gran plaza cuadrada que, como siempre, sigue canalizando el tráfico en su contorno y sirviendo de aparcamiento. Encontramos un sitio para dejar el coche en la misma plaza.

Como de costumbre, a esta hora de la tarde, aún muy temprana para nosotros, todo el pequeño comercio local ha cerrado ya y solo están en el lugar los propios moradores, poca gente por la calle y solo un par de restaurantes funcionando. La población fue una de las más prósperas de la región de Bohemia y famosa por el cultivo de claveles, cultivados a partir de semillas traídas de Francia.

La plaza, que tiene una acusada pendiente ascendente hacia donde sobresalen las torres de los edificios eclasiásticos y civiles representativos, concentra las principales curiosidades del lugar, en uno de sus extremos, la impresionante Torre Negra, que forma parte del antiguo Ayuntamiento renacentista, justo detrás de ella, las dos torres de la iglesia de los jesuitas, con su revestimiento blanco contrastando con la piedra oscura de la anterior y, en uno de los laterales de la propia plaza, la Farmacia del Unicornio Blanco (todo hace referencia a dos colores antitéticos) con su interior conservado del siglo XVII. Lógicamente, solo podemos adivinarlo a través de la verja y los vidrios del local, además, a mala idea y para que uno la visite (cuando está abierta) apenas dejan ver nada. Tras recorrer todos los lados de la plaza apreciando sus distintos frentes de edificación, muy homogéneos y coloristas, nos internamos en el reducido casco antiguo y en un pequeño parque al que dan los restos de la muralla, junto a un Instituto de secundaria.




Hacemos el camino de regreso a nuestra base al borde del lago, cuando llegamos, a las 20,00 horas, la humedad y el frío hacen que parezca un día diferente u otra estación, la gente ya ha encendido sus hogueras y el olor a humo nos recorre por todas partes.

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