lunes, 30 de agosto de 2010

Kamnik

Kamnik ya era una importante ciudad-mercado en la Edad Media, vinculada a la familia Andechs, condes bávaros que residían en ella y también a la leyenda de la princesa encantada Veronika, mitad serpiente y mitad mujer, asentó su núcleo inicial al borde del río Kamniska Bistrica, justo en el punto donde se le une el Nevljica, controlando este paso estratégico con sus castillos, el Stari Grad y Mali Grad (el antiguo y el pequeño, uno situado en la cima de una alta colina y el otro sobre loma menor en la propia ciudad.


Su posición, tendida en la llanura que bordea el cauce del río y con el telón de fondo de esas altas montañas, la ha permitido crecer de forma natural, expandiéndose en las direcciones de lo que debió ser un itinerario principal de paso, así es hoy una ciudad de algo más de 25.000 habitantes, con muchas nuevas casas unifamiliares y bloques de viviendas o incluso, su polígono comercial e industrial, algo que uno ni siquiera adivina cuando está inmerso en las callejuelas del casco medieval.





Hemos entrado con el coche por la calle Maistrova y aparcado en la explanada que está detrás del convento de los Franciscanos, al atravesar el puente llama la atención la Estación de Autobuses, esa gran infraestructura existente en todas las ciudades del antiguo bloque del Este, aquí camuflada bajo una gran cubierta de teja a dos aguas, como si se tratase de una construcción monumental más de la ciudad histórica.




Parece que ese recinto ovalado al otro lado del río, con una calle-plaza longitudinal y una sucesión de enlaces transversales en dirección al cauce (quizá también a un puente, como en la actualidad) hubiese desbordado muy pronto el cinturón de murallas, del que hoy solo queda, como vestigio, el Mali Grad, en una elevación que encierra también una pequeña capilla, de tal forma que la calle Sutna, más allá del castillo, se prolonga como un apéndice del propio núcleo concentrado, sin diferencias en el tipo de edificación.


Desde el Mali Grad, como siempre, llama la atención la unidad de cornisa del casco antiguo, resaltada por su posición sobre un terrreno bastante plano y el contrapunto en su silueta que proponen las edificaciones singulares, el convento, el castillo, la iglesia parroquial, la de Sv. Jozefa na Zalah.


Paseando nos llegó la hora de comer, no había muchos restaurantes en esta zona y, uno de ellos era una pizzería. No nos apetecía comida internacional, sobre todo de esa que uno encuentra cerca de casa, nada más bajar a la calle. Por eso acabamos internándonos en uno de esos callejones laterales que van hacia el río y que no suscitan gran interés entre los turistas, el cartel anunciaba un local a 50 m. y, allí estaba, con terraza y sombrillas hacia una placita irregular con su antiguo pozo. Con ese inglés que comparte media humanidad, hemos pedido lo que comerían habitualmente allí esos clientes de la zona, los que no son turistas y el hombre que hace a la vez de barman y cocinero, nos ha propuesto una magnífica ensalada y un variado de carnes al grill.


Tras la comida, otro recorrido arriba y abajo por la calle Sutna y el borde del río, nos hemos fijado en las lámparas que iluminan la calle, colgadas de un cable entre las fachadas de uno y otro lado, son botellas de plástico agrupadas por colores (verde, blanco traslúcido, transparente...) adheridas a una base en la que se acomodan las conexiones eléctricas y los portalámparas, un detalle de ornamentación y reciclaje en perfecta armonía.



Hemos decidido hacer el ascenso a la colina del Stari Grad a pie, por eso de hacer la digestión y porque disponíamos de tiempo. La subida se hace, por momentos un poco dura con este calor de bochorno de un día de Agosto que no sabe si abrirse definitivamente o descargar una buena cantidad de lluvia refrescante.

Casi siempre caminamos por un estrecho sendero bajo los árboles y, en un determinado punto, nos encontramos con un jardincito voluntarioso que alguien ha plantado ahí, en medio del bosque, con sus figuritas de enanos y Blancanieves y un elaborado juego de molinillos de latón que mueven sus aspas con la fuerza del agua de un reguero que desciende por la ladera, iguales que aquellos que me hacía mi padre, cuando yo era niño, con las latas de conservas. Al final, un pequeño estanque remata la composición naïf de esta rocalla, un bebedero para pájaros y demás fauna que puebla este rincón arbolado.



En la cima, los restos del castillo y, como era de esperar un bar o gostilna con su terraza exterior que parece regular la continuidad del sendero fuera del horario de apertura. Esperábamos tener desde aquí una panorámica espléndida de la ciudad, pero se ha hecho realidad aquello de que los árboles no dejan ver el bosque, la perspectiva sobre el casco antiguo la cierran ahora sus altas copas. Como contrapartida, toda la ciudad moderna, desparramada por la llanura y el impresionante entorno montañoso se abre totalmente a la contemplación.

Nos ha costado un poco encontrar, en la lejanía, alguna de las iglesias que citan en el folleto que nos dieron en la oficina de turismo de Kamnik. Tampoco se ve, desde aquí, el Arboretum de Volciji Potok, a unos siete kilómetros en dirección Sur, al que ya no tenemos tiempo de acercarnos, tampoco es la mejor época de visita, pues lo más espectacular dicen ser sus flores, en particular los dos millones de tulipanes de distintos colores (uno por cada habitante de Eslovenia) que abren sus pétalos al unísono en primavera.

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