Nuestra guía de viaje decía que había que evitar el centro con el coche, pues está siempre muy congestionado y no hay sitio para aparcar, debemos aclarar que esta afirmación es válida solo para temporada alta, en Enero, esta ciudad playera está como medio aletargada, sin el hormiguero humano que puebla durante la estación cálida sus innumerables restaurantes y bares de todo tipo, como un barco varado esperando que amaine el temporal.
Tanto por miedo a ese atasco anticipado por la guía, como por la escasa cartografía que muestra el plano del navegador, hemos acabado aparcando muy lejos del meollo turístico, con la desventaja de la caminata pertinente pero con el valor añadido de poder recorrer las calles donde vive la gente, donde hace sus compras, donde lee el periódico mientras toma un café turco. Además, estamos fuera de los estacionamientos de pago y ni pagamos tarifa alguna, ni tenemos que preocuparnos por la hora de regreso para retirar el vehículo.
Alanya es una ciudad de algo más de cien mil habitantes, aunque me imagino que, en verano, su población real se multiplica, la situación del antiguo asentamiento urbano, en un promontorio saliente entre dos bahías, algo que favoreció su defensa en esos períodos turbulentos de la antigüedad, protegiendo dos largas playas de arena, una a cada lado, es hoy motivo para esa invasión estacional de alemanes y demás huestes extranjeras, para tostarse al sol sobre esos mismos arenales que antaño no servían más que para romper las olas y acondicionar el puerto y un importante arsenal, protegido de los enemigos por la llamada torre roja (por el color del ladrillo).
El paseo urbano que bordea ahora el puerto o las playas está lleno de restaurantes donde se come en todos los principales idiomas del mundo, pero nada especialmente atractivo, como decimos siempre, nunca entenderemos la necesidad de hacer tantos kilómetros de viaje para tomarse la misma pizza que en la calle donde uno vive.
Junto a la oficina de turismo iniciamos el ascenso a la zona del promontorio, casi lo único que queda con cierto interés histórico en esta ciudad. La subida se nos va a hacer un poco difícil, tanto porque no esperábamos que fuese tan larga, como porque llueve a mares por momentos.
Junto a la oficina de turismo iniciamos el ascenso a la zona del promontorio, casi lo único que queda con cierto interés histórico en esta ciudad. La subida se nos va a hacer un poco difícil, tanto porque no esperábamos que fuese tan larga, como porque llueve a mares por momentos.
Las impresionantes vistas que se tienen sobre todo el conjunto de la ciudad y su entorno, el mar y el monte, nos compensan un poco el sacrificio, pero no lo suficiente, tendremos que complementarlo con algo más.
A medida que nos vamos acercando, puede apreciarse el impresionante conjunto de murallas concéntricas, un total de tres, incluyendo la ciudadela superior. Toda la línea de fortificaciones selyúcidas está muy bien conservada y llama la atención la presencia de la ciudad antigua, con su mezquita y su hamman entre la ciudadela y el segundo cordón de murallas, con sus casitas unifamiliares típicamente otomanas, en las que todavía habita una población que goza de las higueras y frutales justo en el lateral de su vivienda, alejados del constreñimiento de los desarrollos turísticos de la parte baja de la ciudad pero a tan solo unos minutos de ellos.
La ciudadela, en la parte más alta, a la que se paga por entrar (no es mucho) merece una visita, no tanto por los restos de lo antiguo (una iglesia bizantina, la cisterna que proveía de agua y parte de las instalaciones de defensa adheridas a la muralla) como por las impresionantes vistas que se abren entre las almenas, hacia el horizonte y hacia la propia ciudad moderna.
Un estrecho saliente rocoso, como un dedo surgido del mar, termina en el abismo desde el que se arrojaba a los prisioneros que eran condenados a muerte, supongo que algo que, ya de por si, causaba pánico tanto al que iba a ser ajusticiado, como a quien hasta allí lo llevaba.
Dos gatitos que nos siguen a todas partes, esperando que les dejemos caer algo de comida que no tenemos, son nuestros únicos compañeros en este recorrido final, al final es solo uno, el más peleón, una vez que se ha deshecho de su compañero, y rival, a zarpazos en un determinado trecho del camino.
Ya empieza a caer la tarde (y muy pronto la noche) cuando iniciamos el descenso, al pasar por uno de los varios pequeños restaurantes que hay en esta zona alta, nos tomamos un café y preguntamos si todavía es posible comer algo, y si lo es. Una ensalada y un osmanish kebab en olla de barro, otro café para no perder el calorcito de la antorcha que nos han encendido en la terraza cubierta y a seguir descendiendo entre la lluvia.
El camino de vuelta al hotel ha sido todavía más lento que el de ida, los golpes de lluvia y la oscuridad de esta noche que cae ya de pleno a las cinco de la tarde, disminuían mucho la visibilidad.
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