Al séptimo día, como en la creación del mundo, Dios descansó y dejó que saliera el sol aquí en la costa, donde desde nuestra llegada no había parado de llover, algo muy diferente al tiempo inestable pero mayoritariamente seco que nos había acompañado en la región de Anatolia.
Salimos con el coche hacia Antalya y tenemos que hacerlo desde el hotel siguiendo otro itinerario, la calle por la que salíamos habitualmente tiene agua acumulada hasta la altura de la puerta del vehículo y, aunque algún conductor local la ha atravesado, me ha dado un poco de miedo meterme a navegar con este Clio alquilado,del que desconozco la altura de la línea de flotación.
Hemos descubierto así un paisaje muy cercano y hermoso, repleto de zonas de marisma, inmediato al hotel y del que desconocíamos su existencia, inmensos campos de naranjos e invernaderos recorren todos sus bordes y, a lo lejos, en total contraste con la presencia del mar, las altas cumbres nevadas.
Los poco más de treinta kilómetros que hay hasta Antalya nos llevan bien la media hora prevista, la animación de esta ciudad de casi 800.000 habitantes complica aún más el acceso al centro, que hacemos a través de amplias avenidas ornamentadas con alineaciones de palmeras, algunas recién renovadas para incorporar las vías del tranvía en su tramo central.
La ciudad luce moderna y con buenas infraestructuras, un gran aparcamiento subterráneo bajo un bien organizado espacio público y plazas y paseos al borde del mar, mucho turismo aún en esta época de temporada baja y el ambiente que a él solemos asociar.
Hemos aparcado, sin embargo, casi de casualidad, en uno de esos mucho solares en pleno centro que alguien cuida para obtener una rentabilidad que exige poco esfuerzo y también es alta. Suelo vacante a disposición de los vehículos por una tarifa horaria menor a la propia de los parquímetros, iniciativa privada para solventar los déficits de lo público. La intuición y la fortuna han hecho que estemos a tan solo unos metros, lo que dista un cruce de calle, del Gran Bazar.
El boom del turismo de los años ochenta ha hecho de Antalya una ciudad con dos caras, la del Gran Bazar que ahora atravesamos, con su sabor oriental, una zona de comercio que se prolonga por lo que queda del casco antiguo amurallado, un recinto que ahora aprecian como si se tratase de una joya y que empiezan a proteger y restaurar con esmero (pese a que ya ha acabado pareciendo un parque temático donde abruma la presencia de tantas tiendas de venta de souvenirs de todo tipo en los bajos y la insistencia de los vendedores por que uno pierda un poco de su tiempo accediendo al interior) y, por otro lado, la ciudad moderna, esa que se rehace día a día en el exterior, un ambiente occidentalizado y poblado por blancos edificios de apartamentos u hoteles que parecen aproximarse al acantilado a distancias casi inverosímiles, tal que nuevas murallas.
En el borde de las murallas, las antiguas, el viejo puerto acoge un sinfín de "gulets", esos bonitos barcos de madera que ahora sirven para organizar tours por la costa para los visitantes, para disfrutar de un mar que luce aquí ese azul mediterráneo (o tal vez verde turquesa, como la piedra preciosa nacional), tan distinto al tono de esas aguas oceánicas de nuestra tierra, tan diferentes como el frío y el calor, o como las temperaturas de sus aguas, sin que esto menoscabe cualquier tipo de belleza en uno u otro caso.
Además de sus singulares monumentos, el alminar estriado y el truncado, la puerta de Adriano (espléndidamente conservada tras haber permanecido durante siglos emparedada entre los lienzos de la muralla selyúcida), el bazar o todo el barrio antiguo de Kaleiçi, conviene darse un paseo por el parque de Karalioglu, un jardín botánico desde el que se disfruta de unas espléndidas vistas sobre el perfil urbano y la costa rocosa.
También merece la pena pasear la ciudad nueva, esa que pasean los no turistas, los locales, para apreciar la animación de esta gran urbe, donde las zonas comerciales ligan barrios según recorridos donde no disminuye, pese a la gran distancia, la afluencia de viandantes y donde el comercio repite sus pautas en un conjunto compartido entre las tiendas de moda multinacionales y las barberías con sus paños secando al sol, lo moderno y lo tradicional en una fusión todavía consentida, lo oriental y lo occidental en convivencia, tal como un día fue o sigue siendo pese a los integrismos de una y otra parte, la libre elección como mejor alternativa.
Después de comprar unos recuerdos de esos que se usan, no de los de poner en vitrina, en una de esas tiendas de barrio, tan distintas a aquellas otras en donde los vendedores llaman a uno haciendo alarde de un babel de lenguas (al contestar que no con la cabeza a las preguntas de si hablábamos alemán, inglés, francés, holandés... algún gracioso comerciante nos preguntó en inglés si éramos chinos) de las zonas turísticas de la ciudad, quizá la gente de mar, como nosotros, quiera echar un último vistazo al puerto viejo, aunque ya no lleguen a él muchos marineros con su pesca, siempre será una buena despedida.
No hay comentarios:
Publicar un comentario