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Por algún lugar de casa estará la libreta donde anotábamos las circunstancias reseñables del viaje, a modo de diario, y los itinerarios. Hasta que cualquier día la encontremos, nos queda el vivo recuerdo de algunos hechos y las fotos que hicimos, así como las sensaciones de aquellas otras que no pudimos hacer.
La entrada a Yugoslavia por Gorizia fue premeditada, para hacer un alto en la ciudad de Como, patria chica de Giuseppe Terragni, ese arquitecto que convivió con la guerra (murió a consecuencia de ella) y el régimen fascista italiano de la época, demostrando que las ideas y las ideologías no tienen porque tener muchas cosas en común. La intención era pasear ante el edificio Novocomun y algunas otras viviendas que no había visto la primera vez que estuve allí, también aprovechamos para circundar el hermoso lago con sus casitas de veraneo, algo que todavía podía hacerse en aquella época sin agobios ni atascos.
Entrar en Yugoslavia provocaba en nosotros cierta inseguridad, nunca antes habíamos visitado un país de los que se decían comunistas, aunque el telón de acero empezase a ser una cortina rasgada en algunos de ellos, pero una vez dentro, las cosas nos parecieron como en tantos otros de Europa que ya recorrieramos. Hacerlo por una zona que recibía ya un turismo en franca competencia con el de España o Grecia puso las cosas más fáciles.
En la frontera se compraba un talonario de vales para combustible, que permitía repostar en las gasolineras a los turistas con un cierto porcentaje de descuento respecto al precio en dinares para los habitantes del país. Aunque existían supermercados y muchos hoteles, siempre nos dio la impresión de que las cosas ni valían lo mismo, ni estaban al alcance del común de la población en la misma forma que lo estaban para un turismo del centro y norte de Europa que ya empezaba a ser muy numeroso, sobre todo en la costa dálmata. Es cierto que todos éramos más pobres por entonces, pero la socialización de las desventajas nos hacía sentir a la par. El parque móvil del país estaba repleto de vehículos de fabricación nacional, Zastavas, Yugos y algunas otras marcas del Este, todavía la franquicia del Fiat 500 (nuestro Seat 600) estaba muy presente en las carreteras.
Nuestra primera parada fue en Postojna, no tanto por ver las cuevas, sino por encontrar cámping para hacer etapa, la visita a las grutas kársticas fue un añadido inevitable, el montaje turístico estaba ya funcionando a pleno rendimiento, aunque seguro que sin las colas que ahora imagino. No dejaban hacer fotos en ningún lado, para vender el pack de recuerdo, que en nuestro caso, consistió en una colección de diapositivas y un vinilo de grosor milimétrico que, puesto en un tocadiscos, repetía un poco aquel relato de la chica que hacía la visita guiada, con las mismas curiosidades que hemos visto después, una y otra vez, en todas las cuevas similares que hemos visitado (que si el animal que vive en la oscuridad, las formaciones de sedimentación con formas reconocibles, el helado de cucurucho, la gran sala...). Quizá por ser la primera y por su longitud (se recorría en un trenecito) o la amplitud de algunas galerías, como la que llamaban la "sala de conciertos"dejó esta cueva en nosotros una fuerte impresión y, desde entonces, nos aburren un poco todas las demás que hemos visitado.
Con los años, aquellas diapositivas de recuerdo vendidas a millares a los turistas, han perdido todo su color y se han vuelto rojas, quizá como una paradoja del destino, el color del que presumía entonces el país, con estrella de cinco puntas en su bandera, aunque ,sin duda, la razón última es una escasa calidad de las reproducciones fotográficas.
Poco dicen, pues, de ese magnífico escenario subterráneo, un espectáculo que, como ya dije, empequeñece el de todas las demás cuevas kársticas que hemos visitado con posterioridad, como si hubiese que incluirlas en uno de esos libros que seleccionan las 1000 cosas que ver. En materia de entrañas de la tierra, es ver Postojna y no necesitar más.
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Otra imagen imborrable es la del castillo de Predjama, muy cerca de las cuevas, encajado en una oquedad de la montaña y que parece colgado de ella como el nido de un ave, fundiéndose sus cimientos con la propia irregularidad de la roca, blanco contra gris, con tejadillos que se cobijan dentro del propio agujero, como si la montaña misma estuviese pariendo desde sus entrañas un misterioso ser geométricamente facetado.
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