lunes, 30 de agosto de 2010

Eslovenia recorrida en dos tiempos

Eslovenia es un país, como todos los de la antigua Yugoslavia, donde las fronteras son, a veces, tan sutiles o volubles como el carácter de quien las determina, su interior lo frecuentamos poco en aquel primer viaje, porque había que priorizar otras etapas en una nación federada que, entonces, era mucho más grande, casi la mitad de España donde ahora hay ya siete países diferentes. Era difícil, entonces, percibir diferencias entre estar en Koper, Piran o Izola, todas ciudades pertenecientes a esa estrecha franja de salida al mar que alguien estableció para este país en algún momento relativamente próximo de su historia, o hacerlo en Porec o Rovinj, a las que ahora se llega tras cruzar una frontera y salir de la zona euro, pese a estar en la misma costa de la península de Istria y, seguramente, hablar una misma lengua local antes de tales acontecimientos.


Hace unos meses, en los límites de nuestra patria chica, muchos ciudadanos portugueses reclamaban poder pasar a ser nacionalizados españoles, que no gallegos, por cierto, simplemente para gozar de un sistema sanitario que les garantizaba una mejor atención en sus Centros de Salud que el ofrecido por su gobierno legítimo.

A muchos les resulta difícil apreciar la escasa vigencia que pueden llegar a tener las rayas marcadas en los territorios, o incluso las barreras orográficas o naturales de cualquier tipo. El hombre es un animal que ha sido capaz de llegar a lugares tan remotos respecto a nuestro continente como América o Australia, subido a poco más que una cáscara de nuez y, cuando llegó a allí, descubrió, con asombro, que otros ya lo habían hecho miles de años antes, sin velas ni timones.



Algunos han resuelto la pertenencia a uno u otro lado con una guerra, aunque la de Eslovenia fue tan fugaz que apenas ha dejado cicatrices o mutilaciones y, en cualquier caso, siempre las penas con pan son menos. Estar en la Europa común tiene sus ventajas y si realmente eso significase un común gobierno, directrices políticas y sociales idénticas, o la real ausencia de fronteras físicas y mentales, tendría muy poco sentido discutir sobre las diferencias, que siempre las habrá, porque el paisaje también imprime carácter en las gentes que lo habitan.

Ya en aquellos años ochenta, cuando recorrimos Eslovenia por la costa y poco más, la zona gozaba de un bienestar que no hacía sino revelar el maltrato que estaban sufriendo otras regiones de la Federación, donde el Estado no parecía haber invertido ni un solo dinar tras la ejecución de las mínimas infraestructuras vitales para formalizar el control burocrático de todo su territorio de forma conjunta.


Cuando uno viaja ahora por el interior montañoso de Eslovenia, tiene la sensación de que Austria se ha pasado al otro lado, quizá un poquito más descuidada, algo más poblada de torres y bloques aislados del optimista desarrollo urbano del socialismo triunfante, pero siempre con la impronta histórica del imperio austro-húngaro como seña de identidad de sus ciudades, con las mismas cumbres alpinas cerrando el horizonte, con los mismos colores en las fachadas alegrando el amanecer entre la bruma de un día de lluvia... Es, sin embargo, un país con dos almas, ambas mezcla de verdes y azules, unas veces de ese tono áspero y reseco, como untado a espátula sobre el lienzo, apenas suavizado por el reflejo de esa estrecha franja de mar color turquesa y otras, a escasos kilómetros, de ese húmedo y oscuro verdor de las coníferas, de los prados perpetuos donde el heno se protege bajo tejadillos en los mismos campos para que no enmohezca con la lluvia.

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