Nuestro cuarto día de estancia en Turquía se iniciaba a las 6,30 de la mañana, para desplazarnos al segundo hotel en el que estaremos, Belek Beach, en la costa mediterránea. Aparte de un par de visitas de camino y la parada para comer, no entendíamos que pudiese invertirse tanto tiempo en el viaje. La solución se nos fue presentando por el camino, primero, el hecho de percibir realmente que Turquía es un país inmenso y que la escala de los planos no es la que habitualmente manejamos (de ahí que todo nos pareciera siempre más cerca), lo segundo es que las carreteras no suelen permitir medias muy elevadas, aunque existan tramos de autovía y se encuentren en buen estado, la travesía de poblaciones, con frecuencia ciudades inmensas que superan el millón de habitantes, es un hecho frecuentemente ligado al propio trazado (las carreteras no hacen sino comunicar esos grandes centros de población aislados en el corazón de un vasto territorio).
La primera parada la hicimos en una ciudad subterránea, no me ha quedado claro si era la de Derinkuyu o la de Kaimakli. Las más conocidas de entre centenares que, se dice, hay en la región. Descubiertas en un período relativamente reciente y, casi siempre, como hallazgos casuales.
Como una renovación de esa sabiduría energética que prescinde de unos combustibles fósiles de los que se carece, al igual que cualquier vivienda turca, los omnipresentes colectores solares completan el panorama de los tejados. Al fondo de la llanura, en la lejanía, las impresionantes cumbres nevadas de la cordillera de Toros, montes que atravesaremos en nuestro recorrido hacia la costa.En el período convulso que va de los siglos VI al X, sujeta la zona a devastadoras invasiones, la gente decidió aprovechar, una vez más, la facilidad de tallado de la roca volcánica, para construir refugios subterráneos secretos, con entradas ocultas (se dice que el material extraido se transportaba a un lago próximo o se hacía desaparecer sin rastro) que pudiesen albergar a toda la población campesina, y su ganado o pertenencias de subsistencia, que habitaría en lugares no siempre inmediatos (evitando la sospecha de que quien allí no estaba se encontrase escondido en ese mismo entorno).
Algunas de estas ciudades subterráneas (llamadas así por suponerse que su capacidad permitía, en ciertos casos, albergar a cerca de veinte mil almas) tienen más de diez niveles sucesivos, unos bajo los otros, con todo tipo de dependencias para comer, dormir, vivir en familia, asistir a actividades de culto., siempre con un sofisticado sistema de ventilación, mediante chimeneas que, disimuladamente, surgirían como un hueco al exterior, pozos para aprovisionarse de agua y cierres de seguridad (deslizando ruedas de molino que taponaban estrechos pasadizos) para protegerse finalmente en caso de ser encontrado el escondrijo.
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