martes, 27 de julio de 2010

Side y Manavgat

En Side la ciudad romana se superpuso con total naturalidad a la griega precedente y la pequeña población actual ha hecho lo mismo con lo que queda de ambas, auténtico paraíso para los turistas y plagada de pequeñas tiendas, se sitúa en una península, antaño defendida por un cinturón de murallas que, aún hoy, abre sus puertas a una hermosa playa, azotada en este día por un fuerte temporal.

Hemos llegado sin problemas y tampoco los tenemos para aparcar (se paga por aparcar y por la visita al teatro, esto último lo hemos obviado después de la que hemos hecho al de Aspendos, mucho mejor conservado). El navegador ha hecho su función e iniciamos el recorrido a pie sin mucha compañía de turistas, llueve a mares y acabaremos calados hasta los huesos, de nada sirvieron ni paraguas ni chubasqueros, pero nos hemos divertido como niños.

Mirar al suelo mientras uno camina por el conjunto arqueológico de Side, igual que nos sucederá más adelante en Perge, es casi como echar un vistazo a la ciudad recién destruida, tiene uno la impresión de que todo está allí tal como ha caído, con muy poca restauración aparente, territorio virgen para el estudio de lo antiguo. Se diría que si uno araña un poco este suelo arenoso, enseguida se encontrará con una moneda que algún viajero milenario perdió aquí en una transación o en la entrada del teatro, o en manos de cualquier embaucador local.





De Side, haciendo uso del poco efectivo sistema de calefacción de nuestro coche para quitarnos, en lo posible, la humedad de encima, nos dirigimos hacia Manavgat, una ciudad que cae al margen de los recorridos turísticos habituales, sin grandes atractivos, si se exceptúan las cascadas del mismo nombre (que es también el del río que la atraviesa) que se encuentran en las afueras.
Es, sin embargo, un lugar ideal para ver pasar la vida, animadísimo centro comercial, con un gran bazar en el que se respira ese omnipresente ambiente oriental que muchos turistas buscan en otros paraísos artificiosos y especialmente montados para ellos. Llegamos a esa hora punta del mediodía en que todo está atestado de viandantes, nos ha costado muchísimo encontrar un sitio para aparcar en el centro, el aparcacoches nos indicó el último que quedaba, totalmente encajonado, pero estamos a dos pasos de la zona de mercado.
Hemos comido en un kebab callejero, una especie de terraza abierta al paso de los transeúntes que van y vienen desde el interior del bazar, quien lo atiende nos lo ha vendido muy bien. Nos ofrece su comida estrella, un kebab local en tartera de barro y nos regala una ensalada como entrante, nada más llegar ésta, dejan caer en medio de la mesa un enorme e hinchado, recién hecho, pan de pita. Las sillas de madera están cubiertas con unos mullidos cojines plagados de bordados ornamentales y dorados, una especie de lujo cotidiano que hemos apreciado con deleite.
Tras unos paseos por las calles principales, cruzando el río y volviendo de nuevo sobre nuestros pasos, sorprendiéndonos ante cada tienda, volvemos a recoger el coche para iniciar el retorno al hotel a primera hora de la tarde, antes de que caiga, como siempre, la noche, pues el acceso es un poco complicado y el navegador no siempre consigue encontrar el válido, por eso tenemos que fiarnos de lo que vemos y de esas balizas mentales que hemos dejado en cada intersección.

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