sábado, 31 de julio de 2010

Perge

Pronunciado Pergué, en turco, tiene fama de ser uno de los yacimientos grecorromanos más interesantes de la costa sur de Turquía, su estado, aunque con el habitual descuido, no tiene nada que envidiar a Pompeya u otras joyas de ese período histórico, casi se puede oir el bullicio de los transeúntes paseando por la calle principal, asomándose a las tiendas que se abren bajo el paseo porticado, aunque hoy no hay prácticamente nadie, sigue lloviendo y, cuando llegamos, está a punto de recoger nuestra guía, Ayla, a unas cuantas personas del grupo que se apuntaron a las excursiones organizadas, al final estamos haciendo casi los mismos itinerarios, pero con mucha más libertad y sin las pausas comerciales, parándonos allí donde más nos interesa.

El aparcamiento es gratis, no sabemos si siempre o solo hoy debido al tiempo de perros que hace, hemos querido comprar un paraguas a una vendedora ambulante pero por ese precio nos sale a cuenta usar el que ya tenemos y los chubasqueros.



Lo que más llama la atención en Perge, tras atravesar esas dos moles que flanquean la entrada, restos de lo que fue su monumental entrada helenística, es la existencia de un canal dividiendo en dos la avenida central, recorrido por el agua que manaba de una fuente situada al pie de la acrópolis. No es difícil imaginar la importancia que tendría la presencia constante del agua en pleno centro de la ciudad, en un momento en que la tracción animal era el único medio de desplazamiento y en una tierra sumamente árida y reseca, con altas temperaturas en los meses cálidos (aunque en el día de hoy no lo parezca, a mediados de un Enero lluvioso).



La alineación de columnas de los frentes porticados, esa galería protegida de las inclemencias del tiempo que recorrería las fachadas de los comercios, nos recrea, aún ahora, la belleza de su aspecto original, los mármoles, aunque desgastados por el paso del tiempo, lucen humedecidos por la lluvia sus mejores vetas y colorido, quizá traídos desde muy lejos, pues los hay rojos, verdes, blancos, grises... Como siempre, ver hacia el suelo es casi como adivinar que uno va a encontrarse alguna moneda de esas que se acuñaban aquí perdida hace mil años, todo sigue excavándose y, viendo la cantidad de matorral que rodea el espacio visitable, queda mucho por hacer. Lástima de arqueólogos tocapelotas de nuestra tierra, empeñados en trabajos burocráticos de prevención y cautela de restos ínfimos en el subsuelo de nuestras ciudades, ¡con la cantidad de trabajo de campo que aquí tienen! Claro que quizá eso no es lo suyo, seguro que solo estudiaron para mover papeles y poner firmas con cuño.


El estadio y el teatro quedan justo fuera del recinto que se visita, al borde de lo que era la antigua ciudad. Vale la pena parar el coche ahí antes de aparcar o a la salida. El teatro no se puede visitar ahora y, por lo que he podido saber, desde hace años, inmerso en unas obras de restauración que parecen no acabar nunca, como si lo estuviesen construyendo de nuevo pero sin la agilidad de la ingeniería romana.

El estadio, en cambio, está casi como lo dejaron los últimos espectadores, solo un poco más comido por el tiempo y por la carretera de acceso, cuya rasante está bastante por encima del antiguo nivel de acceso a este recinto, medio tapando esas arquerías donde, igual que ahora en nuestros campos de fútbol, estaban esas tiendas que ofrecían de todo un poco a quienes se dirigían a la correspondiente puerta de la grada.

martes, 27 de julio de 2010

Side y Manavgat

En Side la ciudad romana se superpuso con total naturalidad a la griega precedente y la pequeña población actual ha hecho lo mismo con lo que queda de ambas, auténtico paraíso para los turistas y plagada de pequeñas tiendas, se sitúa en una península, antaño defendida por un cinturón de murallas que, aún hoy, abre sus puertas a una hermosa playa, azotada en este día por un fuerte temporal.

Hemos llegado sin problemas y tampoco los tenemos para aparcar (se paga por aparcar y por la visita al teatro, esto último lo hemos obviado después de la que hemos hecho al de Aspendos, mucho mejor conservado). El navegador ha hecho su función e iniciamos el recorrido a pie sin mucha compañía de turistas, llueve a mares y acabaremos calados hasta los huesos, de nada sirvieron ni paraguas ni chubasqueros, pero nos hemos divertido como niños.

Mirar al suelo mientras uno camina por el conjunto arqueológico de Side, igual que nos sucederá más adelante en Perge, es casi como echar un vistazo a la ciudad recién destruida, tiene uno la impresión de que todo está allí tal como ha caído, con muy poca restauración aparente, territorio virgen para el estudio de lo antiguo. Se diría que si uno araña un poco este suelo arenoso, enseguida se encontrará con una moneda que algún viajero milenario perdió aquí en una transación o en la entrada del teatro, o en manos de cualquier embaucador local.





De Side, haciendo uso del poco efectivo sistema de calefacción de nuestro coche para quitarnos, en lo posible, la humedad de encima, nos dirigimos hacia Manavgat, una ciudad que cae al margen de los recorridos turísticos habituales, sin grandes atractivos, si se exceptúan las cascadas del mismo nombre (que es también el del río que la atraviesa) que se encuentran en las afueras.
Es, sin embargo, un lugar ideal para ver pasar la vida, animadísimo centro comercial, con un gran bazar en el que se respira ese omnipresente ambiente oriental que muchos turistas buscan en otros paraísos artificiosos y especialmente montados para ellos. Llegamos a esa hora punta del mediodía en que todo está atestado de viandantes, nos ha costado muchísimo encontrar un sitio para aparcar en el centro, el aparcacoches nos indicó el último que quedaba, totalmente encajonado, pero estamos a dos pasos de la zona de mercado.
Hemos comido en un kebab callejero, una especie de terraza abierta al paso de los transeúntes que van y vienen desde el interior del bazar, quien lo atiende nos lo ha vendido muy bien. Nos ofrece su comida estrella, un kebab local en tartera de barro y nos regala una ensalada como entrante, nada más llegar ésta, dejan caer en medio de la mesa un enorme e hinchado, recién hecho, pan de pita. Las sillas de madera están cubiertas con unos mullidos cojines plagados de bordados ornamentales y dorados, una especie de lujo cotidiano que hemos apreciado con deleite.
Tras unos paseos por las calles principales, cruzando el río y volviendo de nuevo sobre nuestros pasos, sorprendiéndonos ante cada tienda, volvemos a recoger el coche para iniciar el retorno al hotel a primera hora de la tarde, antes de que caiga, como siempre, la noche, pues el acceso es un poco complicado y el navegador no siempre consigue encontrar el válido, por eso tenemos que fiarnos de lo que vemos y de esas balizas mentales que hemos dejado en cada intersección.

Lluvia y ruinas grecorromanas


Gran parte de la costa mediterránea de Turquía mantiene la presencia de antiguas ciudades griegas y romanas que un día fueron la avanzadilla de ese avance de la civilización hacia el oriente, con frecuencia menos maltratadas, por esos azares de la evolución urbana que sus homólogas del continente europeo, obligadas a ser parte de un asentamiento ciudadano múltiples veces reutilizado sobre sus cimientos, tesoros arqueológicos en los que se adivina la grandeza de una vida cosmopolita que nos ha precedido en más de mil años.
Nuestro primer destino va a ser Aspendos, una ciudad que fue, en tiempos, un importante centro mercantil y que destaca, en particular, por mantener un teatro romano magníficamente conservado. Al igual que sucede en otros yacimientos similares, el teatro es todavía utilizado en la actualidad para celebrar festivales.






Previamente hacemos una parada en la ribera del río Köprü, junto a un puente selyúcida del siglo XIII que aprovechó los basamentos de otro anterior romano, sigue lloviendo como cuando salimos del hotel y el navegador nos revela que el porcentaje de territorio cartografiado es bastante pobre, nos guía por las carreteras principales, pero en muchas pequeñas ciudades no tiene más que ese viario vertebrador.

A unos dos kilómetros del puente, siguiendo la misma carretera, se llega al yacimiento de Aspendos, en el que existe también un estadio, acueducto y restos de la ciudad romana visitables, sin embargo, bien fuese por obras de restauración o por lo impracticable de los caminos embarrados, solo se nos ha permitido en esta ocasión acceder al teatro.


Impresiona por sus proporciones y por mantenerse cerrado en su altura original, con el frente de la escena casi intacto, con un graderío capaz de albergar cerca de 20.000 espectadores y una galería cubierta como remate que permitía (y nos permite) contemplar la escena a reguardo de la lluvia. He pedido a una turista francesa que nos hiciese una foto, pero mejor no enseñarla, nos ha sacado cortados y movidos. Algún tramo restaurado, con el mismo tipo de mármol, hace que podamos imaginar la precisión y el lujo de los detalles de esta obra, aún ahora, la lluvia se desliza por entre las gradas con su pendiente hacia los desagües con total exactitud e impide que se nos encharquen los pies mientras las recorremos.







Llegada a Belek Beach

Horas y horas de viaje, ascendiendo la cordillera de Toros, con sus cumbres nevadas, una pequeña parada en un área de descanso de carretera para un refrigerio y vuelta al autobús. Nuestra llegada a Belek beach y al hotel del mismo nombre, a orillas del Mediterráneo, coincide con un accidente en un poste del tendido eléctrico, hay varios compresores funcionando para reestablecer el abastecimiento.
Alguien aprovecha ya para comentar que este es un lugar tercermundista, porque no hay alumbrado público en las calles. Me abstengo de comentarle que si lo hay, lo he visto cuando he salido del autobús, solo que han preferido, tras el accidente en el tendido, abastecer a los hoteles, para que los turistas no se quejen tanto del tercermundismo. Quizá alguien (no hace falta ser muy mayor) recuerde una situación similar en Barcelona o en Madrid por el incendio de un transformador o la caída de una torre de alta tensión (¿ciudades tercermundistas?).


En la recepción hay ya una oficina de una compañía local de alquiler de vehículos. Hay quien prefiere desplazarse a Antalia y alquilar un coche allí, porque dicen se ahorrarán unos euros, como pensamos que el ahorro no es tal (esa ciudad queda a unos 50 km de aquí y en algo habrá que llegar hasta ella, supongo que el viaje no es gratis en el tercer mundo) reservamos ya nuestro coche. Hemos escogido, entre los económicos, un Renault Clio Symbol, modelo que se fabrica aquí, con maletero tipo berlina, que hemos visto mucho en otros países del Este de Europa.

De buena mañana, nos dirigimos al lugar en la recepción donde se nos dijo que nos traerían el coche, tenemos que esperar, el hombre no ha sido puntual. Nos deja a la puerta el Renault con música poptürk a toda pastilla y hacemos las preguntas de rigor. El vehículo está en la reserva, llueve a mares y, como es habitual en los Renault, el climatizador funciona bastante pobremente, esperamos a que desempañe las lunas, cosa que le cuesta horrores e iniciamos nuestra excursión, ahora ya viajando como nos gusta, en nuestro propio vehículo.

La primera parada, como es obvio, será la gasolinera más cercana, que ha tardado lo suyo en presentarse, volviendo a sufrir esa penuria inevitable en vacaciones, de ir circulando con la lucecita de la reserva encendida, sin saber donde puede estar el abastecimiento de camino.

martes, 13 de julio de 2010

Konya

Para llegar a Konya, una ciudad de casi un millón de habitantes, se atraviesa una inmensa estepa, un paisaje plano y repetitivo que nos recuerda el eterno viaje de civilizaciones nómadas, pastores obligados a buscar un lugar más allá donde asentarse.


Tiene fama Konya de ser una ciudad ultraconservadora en las costumbres, como centro religioso y de peregrinaje, lugar donde Mevlana (que significa "nuestro maestro y es como se conoció a Celaleddin Rumi, uno de los místicos sufíes islámicos más influyentes en el pensamiento religioso) fundó el primer monasterio de los derviches, grupo de monjes que entraba en contacto con la divinidad mediante la música y la danza, siguiendo un baile ritual en el que se gira constantemente, manteniendo un brazo hacia el suelo (lo terrenal) y otro hacia el cielo (lo divino) en tanto que otro miembro de la comunidad supervisa la ceremonia para evitar que el ejecutante se quede atrapado allá arriba sin poder regresar.


El pensamiento de Mevlana sorprendería a muchos que critican el islamismo por suponer que solo es una religión de radicales y está reconocido por la UNESCO como uno de los grandes humanistas de la historia de éste nuestro mundo.


En Konya, tras haber sido parado para un control rutinario por la policía de tráfico, nuestro autobús, con algo de retraso, nos dejó frente a conjunto monástico, que ahora es un Museo y que destaca en su entorno por los minaretes y la cúpula cubierta de azulejos color verde turquesa.
Aquí comenzaron algunas de las inevitables incongruencias de unos cuantos del grupo de excursionistas. Cuando explicaron que había que quizá habría que descalzarse para entrar a la mezquita-museo, alguien replicó: "¿y por qué vamos a tener que descalzarnos si es un museo?"
En realidad, no era necesario descalzarse, eso lo hacían los creyentes, que tienen este lugar como una especie de sitio sagrado de peregrinaje. A la puerta daban unas bolsas de plástico para poner por encima de los zapatos. Entre otras razones, lo de descalzarse se hace porque el suelo está cubierto de alfombras de lana o seda, como en todas las mezquitas, y no sería higiénico dejar los terrones de las suelas o las cagarrutas de perro pegadas a la urdimbre.


Cuando salíamos, dos chicos que también venían con nosotros nos gritan: "Venid, venid, aquí hay una mezquita en la que están rezando, es una pasada, hay un montón de tíos que se levantan y se agachan todos al mismo tiempo".

"No chicos, no nos interesa".

-"Pero si se puede pasar hombre, solo tenéis que descalzaros".

No dimos más explicaciones. Sería muy largo hacerles entender que la religión, para quien la practica, no es un espectáculo turístico, quien viaja debe saber que hay cosas que nos diferencian, pero no nos vuelven pintorescos o fotografiables. En nuestras iglesias católicas también un montón de gente se levanta y arrodilla al mismo tiempo, murmuran cosas por lo bajinis al unísono y hacen cruces en la cara con un dedo de la mano perfectamente coordinados. ¿Nos sorprende mucho?

Lo poco que hemos paseado por los alrededores del museo no nos han transmitido es imagen de ciudad conservadora en las costumbres, hemos echado en falta un poco más de tiempo para acercarnos al corazón de la propia urbe, a unos paso de aquí, pero no era posible, salíamos de inmediato para comer en un caravasar.


El caravasar ahora reconvertido en restaurante, mantiene su vinculación primera respecto a esas rutas de caravanas que pasaban por aquí, ahora está cerca de un nudo de carreteras y engullido por un polígono comercial e industrial, a donde llegan las caravanas de nuestro siglo, esas de camiones articulados que transportan todo tipo de mercancías.
Impresiona su interior, donde albergaba a mercaderes, estancia abovedada, con tres naves paralelas y una cúpula central, de gran altura. Todo esto se complementaba con los baños turcos, los establos, almacenes para la mercancía y, siempre, una pequeña mezquita, todo ello encerrado en una construcción que se abría según varios patios interiores.
La comida estuvo bien, como siempre, pero fue más turístico el menú de lo habitual y menos abundante. Volvemos al autobús para pasarnos todo el resto de la tarde en la carretera.

martes, 6 de julio de 2010

Un día de viaje

Nuestro cuarto día de estancia en Turquía se iniciaba a las 6,30 de la mañana, para desplazarnos al segundo hotel en el que estaremos, Belek Beach, en la costa mediterránea. Aparte de un par de visitas de camino y la parada para comer, no entendíamos que pudiese invertirse tanto tiempo en el viaje. La solución se nos fue presentando por el camino, primero, el hecho de percibir realmente que Turquía es un país inmenso y que la escala de los planos no es la que habitualmente manejamos (de ahí que todo nos pareciera siempre más cerca), lo segundo es que las carreteras no suelen permitir medias muy elevadas, aunque existan tramos de autovía y se encuentren en buen estado, la travesía de poblaciones, con frecuencia ciudades inmensas que superan el millón de habitantes, es un hecho frecuentemente ligado al propio trazado (las carreteras no hacen sino comunicar esos grandes centros de población aislados en el corazón de un vasto territorio).



La primera parada la hicimos en una ciudad subterránea, no me ha quedado claro si era la de Derinkuyu o la de Kaimakli. Las más conocidas de entre centenares que, se dice, hay en la región. Descubiertas en un período relativamente reciente y, casi siempre, como hallazgos casuales.




Lo que ahora hay fuera de la ciudad subterránea, es un solitario paraje totalmente rural, donde salvo un grupo de mujeres que vende unas muñecas de trapo típicas de la artesanía de la región, todo parece vivir ajeno a esas visitas multiétnicas que se adentran en el interior de la tierra. Muchas construcciones tradicionales, de adobe, forman la cubierta con una placa del mismo material, sobre estructura de madera, en forma de terraza plana, sobre la que crece la hierba para mayor protección y aislamiento.
Como una renovación de esa sabiduría energética que prescinde de unos combustibles fósiles de los que se carece, al igual que cualquier vivienda turca, los omnipresentes colectores solares completan el panorama de los tejados. Al fondo de la llanura, en la lejanía, las impresionantes cumbres nevadas de la cordillera de Toros, montes que atravesaremos en nuestro recorrido hacia la costa.En el período convulso que va de los siglos VI al X, sujeta la zona a devastadoras invasiones, la gente decidió aprovechar, una vez más, la facilidad de tallado de la roca volcánica, para construir refugios subterráneos secretos, con entradas ocultas (se dice que el material extraido se transportaba a un lago próximo o se hacía desaparecer sin rastro) que pudiesen albergar a toda la población campesina, y su ganado o pertenencias de subsistencia, que habitaría en lugares no siempre inmediatos (evitando la sospecha de que quien allí no estaba se encontrase escondido en ese mismo entorno).



Algunas de estas ciudades subterráneas (llamadas así por suponerse que su capacidad permitía, en ciertos casos, albergar a cerca de veinte mil almas) tienen más de diez niveles sucesivos, unos bajo los otros, con todo tipo de dependencias para comer, dormir, vivir en familia, asistir a actividades de culto., siempre con un sofisticado sistema de ventilación, mediante chimeneas que, disimuladamente, surgirían como un hueco al exterior, pozos para aprovisionarse de agua y cierres de seguridad (deslizando ruedas de molino que taponaban estrechos pasadizos) para protegerse finalmente en caso de ser encontrado el escondrijo.

El Valle de las Palomas y Ürgüp

De nuevo en este valle, como el día en que llegamos, recorriendo ese triángulo mágico de la Capadocia, ruta trillada por los autobuses de turistas, pero esta vez, la vista es más próxima al cañón cortado a pico, como el de Ihlara, con el arbolado de ribera siguiendo el surco profundo y el sonido del canto de los pájaros entre las ramas.
Existe un sendero que lleva, por el fondo del valle, hasta Göreme, algo que debería ser un paseo maravilloso si tuviésemos tiempo para hacerlo. La parada al borde de la carretera, sin embargo, solo permite apreciar las impresionantes vistas, tanto del valle, como de la población de Uçhisar, vista ahora desde su perfil más fotogénico, ese en el que las viviendas, cabalgando sobre la roca, se confunden con los huecos en ella excavados.

El nombre de "valle de las palomas" viene de los múltiples agujeros que los campesinos horadaron en la roca, a menudo pintados de blanco para atraer más la atención de las aves, para formar palomares (miles de ellos, no solo aquí, sino en toda la zona) y aprovechar los excrementos como abono orgánico para los cultivos.


Aquí, como en otros lugares, la parada del autobús turístico al borde de la carretera, hace que aparezcan varias mujeres al instante y monten rápidamente su oferta de producción artesanal para la venta. La incorporación de la mujer al trabajo, en ocasiones trabajos poco reconocidos, forzada por la necesidad de disponer de mayores ingresos en la unidad familiar si se quieren buscar los privilegios consumistas que alejan a uno de la subsistencia campesina y lo acercan al disfrute de la globalidad, aunque nos cueste imaginarlo, está siendo un germen de liberación respecto a los prejuicios de la religiosidad extrema que tanto se critican en occidente, un proceso natural que el integrismo siempre verá como pecaminoso y destructivo pero que, si reflexionamos un poco, también pasó en un país que todos conocemos bien, en su día llamado "reserva espiritual de la cristiandad".

Como al día siguiente habíamos de cambiar de lugar de alojamiento, decidimos, una vez de regreso en el hotel, acercarnos caminando hasta el centro de la ciudad donde se encuentra (Ürgüp). Estábamos a un kilómetro y medio, más o menos. Lo único que resulta un inconveniente es tener que verla en horario nocturno, pues en esta época, poco más allá de las cuatro de la tarde ya no hay luz y, lógicamente, el regreso al hotel era siempre algo más tarde de ese momento.
Por eso, aunque no hemos podido apreciar bien el casco antiguo, encaramado a la roca y repleto de viviendas troglodíticas (vista que se nos muestra en la lejanía cada vez que abrimos la ventana de nuestra habitación) llegamos en el momento en que todavía las actividades de mercado no están totalmente concluidas. Todo conserva aún ese aire de ciudad oriental de tránsito, centro de intercambio con tiendas de todo tipo, escaparate de especias, verduras, frutas, charcutería, ollas de barro para cocinar una especialidad local de kebab y una importante producción de vino de la zona (Turquía tiene ciertas diferencias respecto a los preceptos islámicos, que no todo el mundo practica, y conviene preservar esas diversidades por lo enriquecedor de las mismas), tiendas de recuerdos, joyerías...

Las viñas del Pachá

Se dice que es el símbolo de Capadocia, donde se encuentran las "chimeneas de las hadas" más bonitas, cuesta adivinar donde hayan estado un día las viñas, alguna cepa se ve a lo lejos y parece imposible que pueda crecer algo en este valle erosionado, lleno de recovecos.
El lugar es ahora una especie de parque natural al que acceden centenares de turistas en autobuses (y estamos hablando del mes de Enero) que además de recorrer un pequeño itinerario panorámico siguiendo un sendero empedrado, se aventuran por los riscos de esas formaciones de toba que la lluvia y la erosión han modelado o agujereado, dando lugar a impresionantes columnas puntiagudas, montañitas cónicas, setas gigantescas, etc...
Aunque ya sepamos como se produce todo esto, según un proceso de millones de años de acción natural sobre los vestigios de un cataclismo de origen volcánico que no podemos ni imaginar, no dejan de sorprender las cualidades escultóricas de este paisaje abigarrado.


No nos ha quedado muy claro cual era el recorrido ideal para ver esto, ese que nos indicó nuestra guía, pero puede hacerse cualquiera, siempre que se encuentre un camino. El tiempo de la visita tampoco daba para grandes excesos pedestres y, mucha gente, tras las fotos de rigor, invirtió el tiempo restante en recorrer los puestos de venta que acompañan al aparcamiento de autobuses.