El día ha amanecido bastante gris, con algo de lluvia, salimos con chubasqueros y paraguas hacia la estación del tren de cercanías próxima al cámping y, desde allí, siguiendo un camino adyacente a la vía que recorre el barrio, caminamos hasta la de Aquincum, por ver si podíamos coger los billetes allí, tal como nos habían indicado, pero la caseta donde supuestamente los venden, está cerrada. Nos subimos en el tren sin billete y bajamos en la siguiente estación, aquí la caseta está volcada, no sabemos si por el viento que ha soplado durante toda la noche o por algún tipo de movida, también nocturna, eso si, alguien ha venido a ponerle el cartel de "fuera de servicio" (o algo así sería la traducción). Volvemos a subir al tren que viene a continuación, sin billete, para bajarnos en la siguiente, y aquí si hay suerte, existe una taquilla con personal y todo, así como una buena cola, sobre todo de turistas extranjeros, sacamos un abono de diez billetes, bastante económico, pues aunque nos sobrarán dos, según nuestros cálculos, nos sale a cuenta.
El recorrido hasta la estación término, en Bathany Tér, es un viaje panorámico a lo largo de los barrios del extrarradio, una extensa sucesión de esos bloques prismáticos y repetidos, seriados en una económica prefabricación pero combinados en todas sus formas posibles, creando curiosos espacios entre ellos. Predomina, por supuesto, un evidente deterioro de lo que fue el derecho a una vivienda mínima, ahora las reparaciones corren a cargo de los propietarios y, habitualmente, no se les ha vuelto a dar ni una mano de pintura.
Desde el momento en que se sale de la estación, muy característica también de lo que fue un buen sistema de transporte público, ahora en decadencia, aparece frente a nuestra vista, al otro lado del río, la magnífica fachada urbana del lado de Pest, con la masa blanquecina del Parlamento y un conjunto uniforme de edificaciones que solo rompe, a lo lejos, un grupo de hoteles de esa época de desarrollo optimista de lo moderno y útil, cara a cara y sin complejos ante el legado histórico.
Cruzamos el río por el famoso "Puente de las Cadenas", el primero estable que unió las dos partes de la ciudad separadas por el río (Buda y Pest) y llamado así por ser un curioso sistema de puente colgante sostenido por una serie de eslabones metálicos que se enlazan entre si, es una singular obra de ingeniería de Adam Clark, un inglés que también ejecutó el túnel bajo los montes de Buda que daba salida a la principal arteria de comunicación de la ciudad. Ahora el puente ha sido peatonalizado y constituye una interesante aproximación a la ciudad, siempre animado por los puestos ambulantes de comida, artesanía y recuerdos. Al otro lado del puente, en la Roosvelt Tér, se entra de lleno en la grandeza del Budapest decimonónico, ese que siempre nos recordará a París por sus grandes avenidas y la uniforme escala de sus edificios, en los que la variación y el colorido de los revestimientos moldurados aporta una vivacidad casi vienesa. Como siempre, el deterioro convive con lo ya renovado, en un proceso de recuperación que se adivina largo por la ingente cantidad de construcciones históricas que conforman el conjunto de la ciudad.
De la plaza Vörösmarty Tér pasamos a la calle Váci utca, zona peatonal en la que se concentra la vida comercial de la ciudad, ahora sede de todas esas multinacionales de la moda que podemos encontrar en cualquier capital europea, seguimos paseando por las calles de los alrededores, cada una con su atractivo y no me detendré demasiado describiendo todos los edificios monumentales, destacaré, en particular, el eje renovado de Zrinyi utca, entre Roosvelt Tér y la basílica de Szent István, ahora también peatonalizado y muy agradable, siempre con el templo como fondo de perspectiva, alguna calle adyacente está en obras, poco a poco, la ciudad se renueva y recupera sus inmuebles históricos. En este sentido, Deák Tér, inmensa plaza que sigue siendo un punto de confluencia de las numerosas líneas de autobuses que comunican con el centro urbano, fue también modernizada tiempo atrás, lástima que el deterioro haya hecho tanta mella, de nuevo parece que cuando algo se rompe alguien pone una etiqueta de "fuera de servicio" y punto. Barandillas de vidrio de seguridad craqueladas por los golpes parecen casi objetos artísticos o cuadros transparentes con dibujos fragmentados, las tarimas de madera se retuercen y se alzan del pavimento, las losas de travertino se hunden,... un pequeño desastre en el que la basura completa esos rincones que escapan a la escoba, o quizá al ámbito del funcionario de limpieza. Pero no quiero desanimar, el país, de momento es así, lo que no quiere decir que no sea hermoso.
Basta para demostrarlo un recorrido por la avenida Andrássy, auténticos Campos Elíseos húngaros y eje radial de un ensanche sorprendentemente uniforme en la calidad de sus edificaciones, el paseo arbolado, de más de 30 m. de ancho, se extiende a lo largo de casi 2,5 km. antes de rematar abrazado por la columnata de la plaza de los Héroes y sirviendo de entrada al parque Városliget. El conjunto de edificaciones decimonónicas, declarado Patrimonio de la Humanidad, se extiende hasta donde la vista abarca, a ambos lados de esta que ahora llaman Avenida Cultural, por encontrarse en su recorrido los principales museos y monumentos. A medida que se avanza hacia el parque, las casas de pisos dejan lugar a las villas o palacetes, cuyos jardines se funden con el arbolado de la propia calle. En una de las embocaduras laterales descubrimos la embajada española y, muy cerca, al otro lado, el instituto Cervantes, curiosamente, la escena patria, acaba con un cartel que anuncia un recital de Plácido Domingo.
El Parque Municipal, precedido por el Monumento a los Héroes húngaros (viendo las estatuas de los caudillos húngaros se entienden las hazañas de las tribus que conquistaron el país, a mi, desde luego, no se me ocurriría llevarles la contraria, se dice que después de la guerra se sustituyeron las de los reyes de la casa de Habsburgo por otras esculturas de héroes locales más honrosos) tiene en su interior unos famosos baños termales, el zoo, el Circo Municipal y un parque de atracciones, así como el famoso restaurante Gundel, es un lugar de reunión y paseo para los habitantes del centro de la ciudad, un enorme parque inglés con un lago. Me llama la atención que parte de ese lago está ahora con el fondo visto y vacio de agua, no he conseguido saber la razón y, por las construcciones que tiene alrededor, parece que se usase ahora para acoger algún tipo de espectáculos al aire libre.
Desandamos la Avenida Cultural apreciando de nuevo su enorme escala y deteniéndonos en ciertos puntos de interés, la plaza octogonal, alguno de los cafés históricos, los edificios recuperados junto a otros que lo reclaman a gritos, la llamada "casa del terror" como exposición museística dedicada a la represión durante la dictadura esa del proletariado... La Ópera Estatal Húngara, otro de los edificios que nos recordará también algo a París, esconde otro tesoro oculto, la estación de metro de la primera línea que se construyó en Europa de este tipo de transporte, y se conserva con el mismo aspecto y mobiliario que tuvo allá en el siglo XIX. Muy cerca de la Ópera, en un quiosco de prensa me compro un librito en español con recetas de la cocina húngara escrito por uno de los herederos de la familia Gundel, la propietaria de ese restaurante que he mencionado antes.
Después de pasearnos, de nuevo, por la zona peatonal, ahora más concurrida a estas primeras horas de la tarde, que rodea la catedral de San Esteban, caminamos hacia el Parlamento, una monumental construcción en estilo neogótico, auténtico emblema de la ciudad, junto al que se encuentran otros edificios institucionales, razón por la cual es una zona más bien fria, sin esa vida comercial y el flujo constante de viandantes que tienen las anteriores. Muy cerca está la Szabdság Tér, la Plaza de la Revolución, otro espacio público de esos grandiosos en los que cabe un parque, más que una plaza, en uno de los frentes permanece el monumento al los sodados soviéticos, el único que ya queda en la ciudad recordando otros tiempos, tiempos que todavía levantan ampollas. Junto al monumento, un grupo de gente jóven, bajo una pequeña carpa, sostienen una campaña de recogida de firmas para la retirada de esta enorme estatua.
De vuelta al borde del río, para atravesar el puente en dirección a la estación, recorremos la zona donde se acumulan todos esos hoteles de lujo de la capital, una turista fotografía la placa del Four Seasons, no sé muy bien para que. En la estación están ahora controlando que los pasajeros que acceden al andén tengan su billete, esta circunstancia, unida a la iluminación mortecina, la ausencia de color y el carácter semienterrado de la implantación, nos devuelve a un tiempo gris, como si regresaramos de nuestros trabajos en medio de una inmensa masa de productores.
Todavía era temprano cuando llegamos a Rómaifürdo, aprovechamos para darnos una vuelta por la zona nueva de Aquincum y Óbuda, atravesada longitudinalmente, en paralelo al Danubio, por ese vial que conduce al centro, casi como una autovía con aceras. Llama la atención la forma que tiene de acumularse todo aquello que uno tira al suelo junto a esos bordes de titularidad desconocida, no se sabe si pública o privada, como si los barrenderos lo consideraran fuera de su jurisdicción, también la escasa importancia que tienen aquí esos detalles que, en nuestra sociedad rica, hacen la vida más fácil a las minorías desfavorecidas, trato de imaginarme como hace aquí una persona con movilidad reducida, que decimos nosotros, para cruzar esta inmensa avenida, ni vados en los semáforos, ni rampas en los pasos elevados, puede que sea un aliciente para acostumbrase a superar barreras, no solo físicas, sino también intelectuales y reconocer que hay cosas que no todos podemos hacer.
De regreso tengo tiempo para echar un vistazo al librito sobre cocina húngara, y de golpe, descubro la razón por la que me repugna siempre el olor de los fogones en estos países, no utilizan aceite, sino manteca de cerdo ahumada. Es el recuerdo de aquellas comidas que tanto odiaba de niño, porque, por entonces, en casa también se cocinaba con manteca de cerdo, el aceite era demasiado caro y la grasa animal era un producto más de la matanza, disponible en todos los hogares y, el caso, es que se convierte en un aroma omnipresente, impregna la madera de las construcciones y todos los interiores acaban por tener ese perfume. Ahora que lo identifico, quizá pueda convivir con él sin reparos.