Antes de la visita al valle, el autobús nos llevó a una de esas obligadas paradas comerciales, en este caso, a un taller de fabricación de alfombras. Hay que reconocer que, en esta ocasión, la visita fue muy instructiva, con una demostración de la formación de un hilo de seda tras hervir el capullo y una auténtica clase magistral acerca de la elaboración de alfombras, la diferencia entre la seda natural y el algodón de imitación, entre el tejido y la urdimbre, la cantidad de nudos como parte fundamental de la inversión en tiempo de realización de cada tapiz y el descubrimiento de las distintas variedades de dibujos y geometrías regionales, incluyendo esas alfombras de pura lana sin tinte, que emplean los colores blanco, negro y gris, los propios de las ovejas que se esquilan para obtener la materia prima. Todo ello, como es cortesía habitual, complementado con un té o rakj para quienes prefirieron la versión alcohólica del agasajo comercial.
Después vino la parada en el valle de Devrent, otro de esos lugares fotogénicos donde la erosión ha dado forma a la toba volcánica según caprichosas figuras.
Por supuesto, las que suscitan mayor curiosidad son aquellas rocas en las que la imaginación puede recrear auténticas esculturas de formas reconocibles, así veremos un camello, una virgen con el niño, etc. Pero, sobre todo, apreciaremos un lugar casi inerte, donde la roca modelada parece ocultar cualquier atisbo de otro tipo de naturaleza, un paisaje de luces y sombras que se desmorona para hacer renacer trozos de terreno, como enormes setas minerales prestas a ser recogidas.
La comida la hicimos en Avanos Resturant, un local a las afueras de la ciudad del mismo nombre, con un buffet maravilloso y extenso en platos vegetarianos, todo comida tradicional turca que iniciamos con una sopa tarhana y rematamos con varias de las propuestas dulces o el inevitable café.